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De Pucallpa, sus fotos

enero 30, 2009

Una mirada a la ciudad de la tierra roja.

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MÁS FOTOS DE PUCALLPA, LA TIERRA ROJA

Pucallpa, la tierra roja.

enero 30, 2009

Cuando viajamos, lo hacemos para recordar. Recuerdas el lugar que dejaste no bien sales de allí y -a menos que sea un viaje sin boleto de regreso- sigues recordando cuando repasas los lugares que visitaste. Ves nuevamente cada foto que tomaste, tratas de rescatar de tu memoria las caras, voces, luces y sonidos que sentiste en un bar, en una calle, en la habitación de un hotel, en el camino de tierra que te lleva a un pueblito en medio de las montañas y en las aguas mansas de un río.

una porción del paisaje de la laguna Yarinacocha

una porción del paisaje de la laguna Yarinacocha

“No sé que pienses tú, pero en mi país diríamos que esto es muy del tercer mundo”, me señaló ella cuando avanzábamos hacia el embarcadero de la ciudad de Pucallpa. Me lo dijo en inglés para evitar que alguien de esta parte del mundo en desarrollo le pudiera entender.

Caminábamos por una calle terrosa y maloliente, rodeada de casas que eran a un mismo tiempo talleres, negocios, pequeños restaurantes, terrazas y bodegas al aire libre. Las personas que viven cerca al puerto deben hacerlo en condiciones muy difíciles, junto a las cloacas expuestas de sus casas, que van a parar a las aguas del río Ucayali.

Su comentario me dejó pensando en aquel alcalde que había tratado de cambiar el aspecto de esta zona cercana al puerto. No tuvo mejor idea que llenarla de cemento y levantando la torre de un reloj que se había parado puntualmente a las 4:23. Pero sólo había logrado remarcar ese contrapunto entre la ciudad de sus ilusiones y la Pucallpa real que se extiende desde su centro más moderno a las periferias empobrecidas.

Era mediados de Julio. Habíamos dejado Lima para pasar juntos nuestro último viaje. La humedad que llegaba hasta mi desde las orillas del río, me traía el perfume que le gustaba aplicarse en todo el cuerpo, el sonido quedo de su respiración, la mirada de mujer prendada que nunca pude igualar.

Buscábamos un bote que nos llevara a la Comunidad de Nuevo Ceylán, en el distrito de Masisea. Un amigo había visitado ese pequeño pueblo de nativos shipibos un par de años atrás y me sugirió hacer una escala allí. Abordamos un pequepeque lleno de gente y mercancías que iban a los puertos de la ribera del Ucayali, entre ellos el de Masisea. En realidad una pequeña cala desde la que este pueblo productor de papaya y otras frutas, lleva sus cosechas duramente trabajadas y mal pagadas a los mercados de las ciudades del Perú.

Durante el trayecto ella se quedó asombrada por la facilidad con la que los niños que viajaban con nosotros hacían sus necesidades, aferrándose a los costados del bote y directamente al río. Un espectáculo tan inusual para un extranjero debía ser moneda corriente para los colonos que viven en este rincón de la selva peruana.

El viaje duró poco más de tres horas. Las riberas del río Ucayali pasaban lentamente junto a nosotros, mientras que por el otro costado de la embarcación veíamos desfilar lanchas más grandes o pequeñas que la nuestra, avanzando y dejando su estela espumosa sobre las aguas cadenciosas del río. De vez en cuando podiamos ver la figura de un pescador solitario esperando q la red llena le devuelva el trabajo del día, o la silueta de un carguero de madera caoba que atravezaba el río a contraluz del intenso sol de la mañana.

El puerto de Masisea nos recibió en su pequeñez y apurado comercio. Tomamos un mototaxi hasta el pueblo ubicado a 20 minutos de distancia. A los lados del camino las plantaciones de papaya desfilaban cubriendo toda la extensión de nuestra vista. El ruido del mototaxi nos aturdía casi tanto como el sonido del motor del pequepeque, podíamos ver pequeñas lagartijas cruzando el camino espantadas por la velocidad de nuestro vehículo. Masisea es un lugar tan  apacible, su gente está todavía libre de los vicios de las ciudades grandes como Pucallpa o Lima. La calma del lugar se transfiere al andar pausado de la gente, en su forma de saludar a los extraños como nosotros.

Habíamos llegado dos días antes a Pucallpa. La sensación de calor que nos invadió en el aeropuerto nos persiguó todo el trayecto hasta el hotel, y nos mantuvo pegados al ventilador de la habitación todo nuestro primer día en la ciudad. Salimos eventualmente a cenar y dar un paseo durante la noche. Pucallpa es igual de briosa de día como de noche, el tránsito caótico y  los sonidos de la ciudad nos hicieron recordar a Lima. Los ruidos de los autos y mototaxis pasando por la calle del hotel me tuvieron despierto hasta el amanecer. Ella, que padece de una sordera muy pronunciada, dormía como la niña que me encantaba ver siempre como fondo en el escritorio de su laptop, una fotografía tomada por su madre muchos años atrás, en la que ella aparece dormida sobre su, también dormida, hermana mayor.

Ahora caminábamos por las calles sin asfaltar de Masisea y, bajo un sol abrasador, nos dimos cuenta de que las frutas que habíamos llevado como merienda se habían malogrado. Después de un rato de indecisión emprendimos camino hacia

Nuevo Ceylán, la comunidad de nativos shipibos a cinco minutos de Masisea. Deambulamos brevemente por el lugar, me dio la impresión de ser un pueblito habitado por pobladores amables aunque reservados. Los niños llegaban del colegio en mototaxis o caminando, se les notaba desconcertados ante nuestra presencia. En la comunidad se respira más calma que en el pueblo, y sólo el ruido de un veloz mototaxi rompe la quietud del entorno. Planeábamos quedarnos a dormir en Nuevo Ceylán, pero no pudimos encontrar un alojamiento que nos pudiera proteger de los mosquitos que salen por la noche. La perspectiva de dormir a la intemperie nos obligó a regresar a Masisea.

una vista de Masisea

camino a Nuevo Ceylán

Luego de buscar un poco nos quedamos en un hotelito muy barato, con un baño insalubre que ella no tardó en reprochar. Había comenzado a verme a mí mismo en sus palabras, como un peruano acostumbrado a ver la pobreza, el caos urbano y la peligrosidad de las calles como parte de la vida diaria. Ella tenía viviendo en el Perú casi un año, así que se había formado una idea de este país al que había llegado como estudiante. No había razón para sentirme incómodo por sus comentarios -que por otro lado tenían mucho fundamento- y por el contrario los había comenzado a apreciar. Con frecuencia conversábamos sobre el Perú y los Estados Unidos, podíamos tener puntos de vista similares o contrapuestos, y eso nos había terminado por acercarnos más. Verla caminar con su cabello recogido, queriendo guardar en sus memoria cada paso de este viaje me abrumaba un poco, yo trataba de no asumir todavía la proximidad del regreso a su país,  a sus estudios y a su familia.

Debo decir que tenía una razón más para hacer este viaje: quería conocer Pucallpa, la ciudad donde mis padres y cuatro de sus seis hijos mayores habían vivido por un tiempo. Tenía una idea de los lugares donde habian paseado, el cine donde acostumbraban ver  películas mis hermanos, la casa en la que se habían hospedado cuando Pucallpa era todavía una ciudad en formación. Corrían los años 70 y el gobierno militar alentaba las inversiones que podían hacer de la selva un polo productivo para el país. Mi padre llegó como empleado de una maderera, su trabajo era hacer que las máquinas funcionaran perfectamente. Abundan las anécdotas del paso de la familia por Pucallpa, tal vez tenga que escribir algo sobre este tema en el futuro.

Ahora paseo por el hotel y me percato de la presencia de unas sillas de grandes dimensiones emplazadas en la terraza. Me impresionan porque en casa, como un souvenir del tiempo de la familia en la selva, tenemos una versión en miniatura de estos muebles, una sillita de muy buena madera que ha acogido a los tres últimos hermanos y hermanas, además de los seis nietos… más de 30 años al servicio de los Rojas León.

Al caer la tarde, sentados en una banquita de la plaza de armas, pudimos ver a los colonos volviendo de sus chacras, agotados y presurosos por llegar a casa. Muchos venían con sus hijos e hijas mayores aún con los machetes en mano, conversando entre ellos del trabajo duro que quedaba por hacer para el siguiente día. La mayoría son adolescentes que tal vez siguen estudiando en el colegio, pero que tienen que dedicarse por muchas horas al trabajo en las chacras.

Masisea sólo tiene luz de 6 a 10 de la noche, o lo que dure el petróleo del generador. La vida nocturna en el pueblo se anima un poco con los bares y discotecas cercanos a la Plaza de Armas. Decidimos no salir y pasamos la noche en nuestra habitación diminuta. Tratamos de alargar el tiempo que a ella le restaba en Perú, pocos días después tendría que darle el último abrazo en el aeropuerto de Lima.

La mañana del último día en Masisea amaneció cubierta. Los bancos de nubes parecían no querer darnos la tranquilidad de pasear por el pueblo, pero con el paso de las horas el día se hizo hermoso y soleado. Los niños jugaban en las amplias calles o a la sombra de sus casas. Nosotros mientras tanto caminabamos en dirección a la Tahuampa, una obra del municipio destinada a proveer a los agricultores de la zona con semillas para sus chacras, y de la carne de los peces que crian en esta laguna artificial que será puesta en valor muy pronto, cuando los turistas se puedan alojar en el hospedaje que se construye allí.

El pequepeque de regreso a Pucallpa salía a las 10:00 de la mañana, pero la hora peruana señorea por estos lugares más que en otros pueblos del país y por fin logramos partir al mediodía. Al igual que en el viaje de ida, las personas aprovechan para colocar una hamaca atravesada a lo ancho de nave y, suspendidos en medio de la embarcación, toman una siesta por lo que dure el viaje. Yo también lo hago, recuesto mi cabeza en sus piernas, en un momento cierro los ojos y repaso todos los días que han pasado desde que la conocí en esa esquina de su barrio de Jesús María. La recuerdo acercándose timidamente con sus bellos ojos azules con chispitas de amarillo, dándome la mano y saludándome en español. La recuerdo divirtiéndose de lo lindo conmigo y sus amigos en una fiesta, en una discoteca o en un viaje. Le envidio los lugares en los que ha vivido: Inglaterra, Holanda, Sudáfrica y ahora el Perú. Ha pasado un año iluminandome con sus ganas de disfrutar la vida, con la pasión con que vive el amor (amor volado). Siento la brisa del río atravezando la embarcación y sus manos revolviendo mi cabello. Trato de recordar las visitas a su casa, me veo caminando hasta su habitación y la encuentro sonriéndome desde su silla, la veo poniéndose de pie y caminando hacia mí mientras llena el espacio entre ambos con ese aroma a frutas que siempre me encantó. Me abraza y escucho ese ronroneo en mis oidos: mmmmrrrrrrrrrrrrr,  con el que me despertaba por las mañanas, cabello enmarañado, sonrisa y abrazos frescos y tiernos. La nave se mece pausadamente y el calor de sus piernas en mi nuca me recuerda su piel joven, su aliento y su fuerza. En poco tiempo será una gran escritora, he sido el motivo de algunos de sus poemas, que raro es servir de inspiración para un artista. Tiene juventud, intuición, carácter, persistencia, belleza, desprendimiento y determinación. Es lo mejor que me ha podido pasar en mucho tiempo.

parque zoológico de Pucallpa

parque natural de Pucallpa

Pucallpa me despierta con su ruido de ciudad animosa, y su embarcadero caótico me devuelve a la realidad. Repetimos el hotel de Petita’s, repetimos el camino a los restaurantes cercanos a la plaza y los olores ofensivos de las calles, repetimos el cebiche de dorado y volvemos al conteo de las horas que nos quedan juntos.

En el último día de nuestro viaje visitamos el Parque Natural y Museo Regional de Pucallpa. Entrada: tres soles. Lentamente paseamos viendo a los pobres animales enjaulados y la imitación de paisaje selvático enclavado en las afueras de la ciudad. Una visión no muy distante de aquella que se puede ver a pocos kilómetros de distancia en Yarinacocha, una gran laguna con restaurantes, paseos en bote y un zoológico privado donde, días atrás, la fotografié  sosteniendo en sus brazos una anaconda. Su intención era tener la  réplica de una foto tomada hace cincuenta años en las islas Galápagos, en la que su entonces joven abuela sujeta una serpiente similar. Me pregunto si en otros 50 años otra mujer con su mismo nombre se tomará una foto parecida en algún lugar de las selvas del Asia.

Pasamos las horas finales de nuestro viaje paseando por las calles de la última ciudad en la que estuvimos solos. La veo comprando souvenirs para su regreso a casa y no puedo evitar sentirme celoso de todos aquellos que van a recibir esos regalos.

La cafetería del aeropuerto parece demasiado pequeña y la sala de espera exageradamente fría. Nuestro avión de regreso a Lima es tan estrecho y el vuelo de regreso interminable. Me doy cuenta de que voy a terminar recordando todo en cada color y matiz de las fotografías tomadas y en cada apunte de mi libreta. En cada línea y en cada espacio entre las líneas de este relato.

Julio, 2008 – Febrero, 2009.